domingo, 25 de enero de 2015

El camino de regreso.


Lo que más deseaba del mundo era volver a ver a Juan. Desde la última vez que hablamos, hacía unas dos horas, tenía la sensación de que estaba en peligro. Quizás fue porque me pidió que no volviera aún a casa o su voz temblorosa al despedirse la que hizo saltar todas las alarmas. Pero notaba que algo raro le estaba pasando a mi marido.



Poco después de casarnos comencé a darme cuenta de que sus negocios no eran del todo legales, las reuniones a altas horas de la noche y su obsesión por la seguridad me hicieron entender lo evidente. Más de una vez le pedí explicaciones por ello pero la única respuesta que obtuve por su parte fue silencio. Sin embargo, días atrás, en vista de las últimas amenazas que había recibido, me habló por encima sobre alguno de los problemas que tenía y lo peligroso de la situación. Yo, horrorizada ante la gravedad de lo que estaba pasando, salí corriendo de su lado y tomé el primer tren que me llevara a casa de mis padres.

Ahora me arrepentía de haber huido en vez de haberme quedado junto a él. Me pasé toda la tarde en silencio dándole vueltas al problema, intentando buscar una solución mientras observaba la ciudad por la ventana. Cuando la noche comenzó a caer sentía la necesidad de volver a oír su voz, anhelaba que me dijera que todo estaba bien, que me contara que todo estaba resuelto y que ya podía volver a su lado. Con la esperanza de estas buenas nuevas, volví a llamar a casa. Escuché tono tras tono hasta que se cortó la llamada sin respuesta. Seguí intentándolo en varias ocasiones, hasta que los dedos, temblorosos, no acertaron a marcar los números. Entonces confirmé mis peores presentimientos, algo le había pasado a Juan y era algo muy grave.

Le pedí el coche a mi padre con la excusa de que iba a visitar a una amiga, les había contado que Juan estaba de viaje y que no me había apetecido irme con él. Al fin y al cabo, no quería preocuparles. Preparé una pequeña maleta porque según les dije iba a pasar la noche en su casa. Realmente no se muy bien que metí en ella, parecía una autómata cuya única necesidad era saber lo que estaba pasando. Monté en el coche e inicié la ruta de regreso a casa mientras rogaba que todo estuviera bien.

Cuando llevaba más o menos la mitad del trayecto empecé a escuchar un ruido extraño en el motor del coche. Mi ignorancia hizo que no le hiciera caso pero unos kilómetros después un espeso humo junto a un intenso olor a plástico quemado me obligó a parar. Era noche cerrada, a mi alrededor había tanta oscuridad que solo adivinaba ver la sombra de algunos árboles. Esperé durante una hora a que alguien pasara por la carretera y me auxiliara, pero claro, a las 2 de la mañana y en pleno monte nadie apareció. La infinita espera solo hizo que mis nervios aumentaran. Decidida en mi propósito de llegar a casa, empuñé la linterna, me armé de un leño que había junto a la calzada, recogí mi larga melena en un sombrero y me abroché todo lo que pude la chaqueta. La noche avanzaba y con ella el frío se empezaba a notar. Con pasos ligeros empecé a recorrer un camino en el cual no pasaban ni tres minutos sin que me girara a comprobar que nadie me seguía. Tenía la sensación de que alguien me estaba acechando por lo que mis ojos escrutaban la oscuridad esperando encontrarlo.



No sé cuánto tiempo tardé en llegar pero sí recuerdo el alivio que sentí al entrar en el pueblo más cercano. Aunque sus calles estaban vacías, sentí que la luz me protegió y mi corazón, que en esos momentos latía frenéticamente, se calmó al encontrar una cabina. Desde allí, llamé por teléfono a una empresa de taxis y, aunque no querían mandarme a nadie, después de explicarle mi situación accedieron a recogerme en la puerta de la casa consistorial. Nada más colgar el teléfono, volví a marcar el número de mi casa por enésima vez con la esperanza de que Juan contestara pero no hubo suerte ¿Por qué no contestaba? ¿Lo habrían asesinado? ¿O se habría suicidado? La imagen de encontrarlo sobre la mesa de su despacho con un tiro en la cabeza me atormentaba continuamente.

El sonido de un coche me sacó de mis pensamientos. Era el taxi que estaba esperando, con alivio monté rápidamente en él y, prácticamente sin dar las buenas noches, le indiqué la dirección a la que quería ir.



En cuanto llegué al portal, crucé el patio y subí los peldaños de la escalera de dos en dos. Al llegar a la puerta de mi casa mi determinación se esfumó, los pies se pegaron al suelo y mis manos se negaban a abrir la puerta. El miedo a descubrir la verdad era tan grande que me entraban ganas de volver a salir huyendo.

Después de mirar el suficiente tiempo la puerta como para saber que no se abriría por si sola, me armé de valor para abrirla. El espectáculo que vi hizo que se confirmaran mis peores temores. Estaba todo revuelto, las cortinas rasgadas, los cojines de los sofás destripados y todo regado con una infinidad de papeles. Mientras miraba a mi alrededor encontré mi propio reflejo en el gran espejo del salón. La imagen que me devolvía era la de un ser pálido y tembloroso. No quedaba ni rastro de mi belleza, ni de mi lozanía. Mientras estudiaba aquella imagen mis ojos se llenaron de desconsuelo ¿qué demonios había pasado? Antes de que pudiera llegar al despacho sus brazos me rodearon por las espalda. En ese momento fui consciente de que estaba conteniendo la respiración desde que entré en el piso y que junto a su abrazo había recuperado mi alma. 
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